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Internet de las Cosas (Inútiles): Los fracasos más absurdos del IoT

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Internet de las Cosas (Inútiles): Los fracasos más absurdos del IoT Imagen: Magdalena Franconetti - Generación IoT
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El Internet de las Cosas prometía hogares ultraconectados, ciudades inteligentes y hasta electrodomésticos que harían la compra solos; pero a veces, en lugar de mejorar nuestra vida, estas 'cosas inteligentes' terminan siendo cosas inútiles o incluso perjudiciales.

Bienvenidos al Internet of Broken Things, donde dispositivos que funcionaban un día quedan inservibles al siguiente. En este artículo analizamos casos reales de innovaciones, productos y servicios relacionados con el IoT que fracasaron estrepitosamente por ser mal concebidos, tener aplicaciones ridículas o simplemente no aportar valor real. Desde el hogar hasta la salud, la industria y el transporte, repasaremos ejemplos curiosos (cuando no directamente ridículos) y analizaremos qué factores contribuyeron al fracaso y qué enseñanzas pueden extraerse de ello.

Hogar inteligente, usuarios tontos: Fracasos del IoT doméstico

El hogar fue de los primeros campos de pruebas del IoT. La idea de una “casa inteligente” sedujo a muchos: termostatos, bombillas, neveras, timbres… todo conectado a Internet. ¿El problema? Que a veces estas casas resultaron más caprichosas que inteligentes. Veamos algunos ejemplos donde la promesa domótica se volvió una broma de mal gusto.

Termostatos y hubs que se convirtieron en pisapapeles

Uno podría pensar que un termostato inteligente es una gran idea: regula la temperatura, ahorra energía y hasta se controla con el móvil. Y lo es… hasta que la empresa cierra y deja tu casa en el frío. Es lo que vivieron los usuarios del termostato Green Momit. Esta startup vendía un termostato IoT por aprox. 200€ que funcionaba razonablemente bien, hasta que un día su servicio en la nube dejó de funcionar sin más. El usuario Kazuya contó cómo la empresa cerró, dejó de pagar servidores y el dispositivo quedó totalmente inútil. Para colmo, los productos de Green Momit seguían a la venta en tiendas online, engañando a compradores incautos que al sacarlo de la caja descubrían que no servía para nada. Un verdadero caso de casa conectada… al vacío.

Un destino similar sufrieron quienes confiaron en Revolv, un hub domótico que prometía ser la “piedra Rosetta” de la casa inteligente (conectar luces, alarmas, sensores de cualquier marca). Google Nest compró Revolv y al poco anunció: “a partir del 15 de mayo de 2016 tu hub Revolv y su app dejarán de funcionar”. Dicho y hecho: el carísimo hub circular pasó a ser un adorno, o como dijo gráficamente un cliente enfadado, básicamente le vendieron “una lata de hummus”. Nest/Google decidió apagar el servicio para enfocarse en sus propios productos, en lo que muchos vieron un descarado “que te fastidien” a los clientes fieles. ¿La lección? Si tu hogar conectado depende de la nube de una empresa, el día que a ésta le deje de interesar, tus gadgets valdrán menos que un pisapapeles. La IoT doméstica se convirtió en la IoT de las Cosas Inútiles: productos que un buen día quedan inutilizados porque la plataforma que los soportaba desaparece.

El exprimidor smart de 700 dólares que nadie necesitaba

Pocos casos ilustran mejor la burbuja IoT que Juicero, el Nespresso de los zumos… o eso intentó ser. Esta startup de Silicon Valley logró levantar 120 millones de dólares vendiendo un exprimidor de frutas con Wi-Fi que inicialmente costaba aproximadamente 699 dólares. La idea: comprar bolsas propietarias de pulpa de fruta (a 5 dólares la unidad), insertarlas en la máquina y obtener jugo fresco con solo pulsar un botón en la app. ¿Suena excesivo? Lo era. En 2017 Bloomberg descubrió que era más rápido exprimir las bolsas con las manos que usar la flamante máquina. La reputación de Juicero cayó en picado y la empresa bajó el precio una y otra vez, pero ni por 400 dólares, ni 200 dólares lograron salvarlo. Apenas 16 meses después del lanzamiento anunciaron el cierre definitivo y reembolsos a los clientes. Juicero pasó a la historia como uno de los productos de cocina más innecesarios de los últimos años. ¿Qué salió mal? Básicamente todo: un aparato carísimo para hacer algo que se podía hacer sin aparato alguno, dependencia de consumibles exclusivos y una “innovación” que no aportaba comodidad real. No todo lo que brilla es útil, y aquel exprimidor inteligente resultó ser completamente inútil, tal como avisaron sus críticos desde el principio.

Pequeñas “genialidades” absurdas de la cocina conectada

No solo Juicero: la fiebre por conectar cualquier cacharro de cocina dejó un reguero de inventos disparatados. Ahí está la Quirky Egg Minder, una bandeja de huevos inteligente creada en conjunto con General Electric. ¿Su función? Avisarnos vía Wi-Fi al móvil cuando los huevos están por caducar o se están acabando. Claro, porque es complicadísimo abrir la nevera y mirar cuántos huevos quedan, ¿verdad? Por 10 dólares ofrecían lo que un simple post-it en la nevera también lograba. No extraña que hoy sea más una curiosidad de museo que un gadget útil.

¿Y qué tal un salero con Bluetooth? Pues existió: SMALT es un dispensador de sal automático que se conecta al smartphone para dosificar la sal exacta en tus platillos. Además, por si fuera poco, hace de altavoz musical Bluetooth y lucecita ambiental, e incluso es compatible con Alexa. Sí, leíste bien: un salero-fiesta multimedia. Al final SMALT apenas consiguió financiación y se convirtió más en chiste que en revolución culinaria.

Otros gadgets conectados de cocina incluyen la Olla inteligente con Wi-Fi (para ajustar la cocción desde la oficina), el horno con cámara integrada (June Oven, 1500 dólares, famoso porque un bug lo encendía solo a medianoche) o incluso el horno para galletas por Wi-Fi (CHiP, que solo hornea sus paquetes de masa “inteligente”). Todas estas ocurrencias comparten un fallo común: complican lo simple. A veces, “si no está roto, no lo arregles”. Añadir apps y conexiones a tareas que hacemos bien de forma manual suele terminar en frustración... o en galletas quemadas a distancia.

El comedero de mascotas que dejó a los gatos a dieta (forzosa)

En la categoría hogar no podemos olvidar a nuestros amigos peludos. También ellos sufrieron el lado oscuro del IoT. Un ejemplo es Petnet SmartFeeder, un comedero automático para mascotas controlable por internet. La promesa: tú programas horarios y cantidades desde la app, y tu gato o perro come puntualmente aunque no estés en casa. La realidad: si el aparato pierde conexión o el servidor se cae, tu mascota se queda a dos velas. A principios de 2020, Petnet sufrió una caída de su servicio en la nube de casi una semana, dejando a muchos mininos y perritos sin comida mientras sus dueños viajaban confiados. La situación se repitió meses después en plena pandemia y la empresa, ya con un pie en la quiebra, culpó al COVID-19 de problemas con proveedores. Su “solución” provisional fue pedir a los usuarios que pulsaran el botón físico para dispensar manualmente la comida, o sea, convertir el comedero inteligente en uno tonto de toda la vida. Irónico, ¿no? Al final Petnet estuvo al borde del cierre y despidió a la mayoría de su personal. ¿Qué falló aquí? Confiar una necesidad básica (alimentar al animalito) a un sistema dependiente de internet sin un plan B offline. Además, no prever incidencias dejó en evidencia que, a veces, el viejo comedero de gravidad es más fiable que el “smart”. La próxima vez, Chispas preferiría que no innovemos tanto con su cena.

El refrigerador hacker y el ocaso de los Dash Buttons

Hasta los electrodomésticos de toda la vida han protagonizado fiascos IoT dignos de comedia. Los primeros frigoríficos inteligentes incluían pantalla táctil, cámaras internas, Twitter, y un sinfín de monerías. ¿El resultado? Un hacker decidió que una nevera con Wi-Fi era el lugar perfecto para montar una botnet de spam. En 2014 se descubrió que al menos un frigorífico conectado fue hackeado y usado para enviar más de 750.000 correos basura. Sí, tu combi podría estar vendiendo Viagra por email mientras tú crees que mantiene frías las cervezas. Este incidente (el primero documentado de una nevera zombi enviando spam) nos recuerda que añadir conectividad también añade riesgos de seguridad… incluso en la cocina.

Por otro lado, están los inventos IoT que no es que fallaran técnicamente, sino conceptualmente. Un caso emblemático fueron los Amazon Dash Button – unos botones físicos que pegabas en casa (lavadora, despensa) y con un toque encargaban automáticamente un producto predeterminado (detergente, café, papel higiénico). Aunque ingeniosos, muchos nos preguntamos si de verdad era necesario un gadget por cada marca de cereal. Al final, con la llegada de asistentes de voz y la app móvil, Amazon retiró los Dash Buttons en 2019 por falta de uso, considerándolos ya obsoletos frente a métodos más cómodos. La idea de llenar la casa de mini botones inalámbricos para comprar cosas resultó ser más un gimmick que una solución práctica. Como diría aquel, “no estaban muertos, estaban de parranda”… pero Amazon igual los dio de baja.

Salud conectada… ¿o obsesión conectada? Gadgets médicos y bienestar que nadie pidió

El IoT prometió revolucionar la salud: sensores corporales, aparatos médicos inteligentes, monitorización continua. Suena bien, pero en la práctica surgieron dispositivos tan extraños que parecían parodias. Aquí exploramos algunos wearables y gadgets de salud que fracasaron por ser absurdos o poco útiles, y analizamos por qué la tecnología no siempre es la cura para todo.

Del tampón Bluetooth a la prueba de embarazo con app

Cuando decimos que “no dejaron órgano sin conectar a internet”, no exageramos. Por increíble que parezca, salieron al mercado productos como my.Flow, el tampón inteligente. Este invento consistía en un tampón con un sensor en el hilo que, vía Bluetooth, enviaba al móvil información sobre el nivel de absorción y te avisaba cuándo era “momento de cambiarlo”. Más allá de la cuestión técnica, muchas mujeres se preguntaron si de verdad necesitaban recibir notificaciones en el smartphone sobre su ciclo, algo que la biología y la experiencia ya gestionan bien. No sorprende que el proyecto generara más burlas que ventas; al final parecía una solución rebuscada a un problema inexistente.

En la misma línea, First Response lanzó la primera prueba de embarazo con Bluetooth. Podría parecer un chiste, pero no: por unos 20 dólares vendían un test que, tras la “prueba”, se sincronizaba con el móvil. ¿Para qué? Pues según el fabricante, para amenizar los tres minutos de espera del resultado con entretenimientos en la app: videos de gatitos, ejercicios de respiración, consejos de cocina… lo que sea para que no mires fijamente la tirita. Cuando el resultado estaba listo, te llegaba al teléfono (porque claro, hoy día todo necesita una app, incluso mirar una línea rosa). Una verdadera maravilla, ironizaba la prensa tech, preguntándose si no estaremos llevando la conectividad donde no nos hacía falta en absoluto. Al fin y al cabo, el valor de un test de embarazo es la fiabilidad, no que tenga minijuegos para la espera. Este dispositivo quedó como curiosidad tecnológica, probablemente más usado para hacer memes que por necesidad real.

Y por si fuera poco, el colmo de lo pintoresco vino con Babypod, conocido como el “tampón-altavoz”. Este gadget made in Spain proponía insertar un pequeño altavoz dentro de la vagina de la embarazada para poner música al feto. Sí, literalmente armar un concierto intrauterino con tu bebé como público cautivo. Según sus creadores, la estimulación musical prenatal justificaría semejante invento. La comunidad científica no quedó muy convencida, pero Babypod al menos logró titulares en todo el mundo (quizá ese era el verdadero objetivo). En todo caso, es un ejemplo de cómo el IoT a veces cruza la línea de lo surrealista, adentrándose en terrenos que rozan lo paródico.

“Wearables” que nadie usa: tenedores, cepillos y ropa inteligente

Más allá de las funciones corporales, hubo una avalancha de dispositivos wearables o de bienestar que prometían hacernos más sanos… aunque terminaron acumulando polvo en los cajones. Un clásico es el tenedor inteligente HAPIfork, presentado con bombo y platillo en CES 2013. Este tenedor llevaba un sensor y vibraba si comías demasiado rápido, registrando cada bocado y su duración en una app. La idea era ayudarte a adelgazar fomentando que mastiques lento. ¿El problema? Su ejecución poco práctica: nadie quiere que la cena le zumbe en la mano frente a los invitados. Costaba 99 dólares inicialmente, se rebajó a 79 dólares, y aun así prácticamente no tuvo público, hasta el punto de que hoy ya ni está disponible para la venta. A fin de cuentas, comer despacio es cuestión de hábitos, no de bluetooth.

Otro “fail” digno de mención es el Kérastase Hair Coach, un cepillo de pelo inteligente. En 2017 Nokia (Withings) y L’Oréal unieron fuerzas para este cepillo de 200 dólares que, con micrófonos y giroscopios, analizaba tu técnica de cepillado y la salud de tu cabello. Te daba consejos vía app para cepillarte mejor, cual entrenador capilar personal. La prensa lo recibió con mezcla de fascinación y risa: ¿tantos años peinándonos mal sin saberlo? Al final, entre su precio y lo rebuscado de la propuesta, el Hair Coach nunca despegó. De hecho, al poco tiempo la web del producto dejó de estar operativa, señal de que pasó al cementerio de gadgets olvidados.

La fiebre cuantificadora también alcanzó la ropa. Sujetadores deportivos inteligentes, como el OMbra de OMSignal, prometían medir tu respiración, ritmo cardíaco y calorías mientras entrenas. La idea no era mala (ahorrar la banda pectoral), pero requería quitar el módulo de sensores para lavar la prenda, y aportaba datos que pulseras fitness ya daban. Resultado: poca adopción y otra startup con web cerrada. Similar destino tuvieron las zapatillas conectadas con cordones autoajustables y luces LED (muy futuristas, pero al final Nike sacó su versión más práctica) o los cinturones inteligentes que aflojaban solos tras un atracón (prototipos de Samsung y Belty que quedaron como curiosidad). En resumen, muchos wearables IoT fallaron porque esperaban que el usuario cambiara su comportamiento drásticamente o duplicaban funciones ya cubiertas por smartphones y relojes, pero a precios injustificables.

Industria y transporte: grandes promesas, grandes batacazos

No solo en el consumidor final hubo batacazos. En el sector industrial y de transporte, donde el IoT apuntaba a mejorar procesos y eficiencia, también encontramos proyectos mal planteados que acabaron en la papelera.

La fábrica smart… que nunca salió del piloto

A mediados de la década, prácticamente todas las grandes empresas hablaban de Industria 4.0 e IoT industrial: sensores en cada máquina, datos en la nube, analíticas predictivas que casi te leen la mente. Pero la realidad golpeó duro. Según estudios de Cisco y consultoras, alrededor del 75% de los proyectos IoT nunca pasan de la fase piloto o fracasan antes de alcanzar resultados. Muchas iniciativas se quedaron en pruebas de concepto eternas: se instalaban cientos de sensores en la fábrica, generando un diluvio de datos que nadie sabía cómo aprovechar, o surgían problemas de integración y seguridad que no se habían previsto. En otras palabras, se invertía en hacer “smart” algo sin tener claro el para qué.

Un ejemplo sonado fue el de General Electric (GE) con su plataforma Predix: invirtieron miles de millones intentando liderar el IoT industrial, conectando turbinas, trenes y motores a la nube. Pero tras años de esfuerzo, los resultados financieros no llegaron y GE tuvo que recortar su división digital, reconociendo implícitamente que la promesa había sido exagerada. ¿Qué salió mal aquí? Principalmente el choque entre la hype tecnológica y la realidad operativa: es fácil decir “conectemos todo y optimicemos”, pero lograr ROI tangible requiere casos de uso bien definidos, personal capacitado y cambios culturales. Sin estos ingredientes, muchos proyectos IIoT se convirtieron en una “tormenta perfecta” de problemas. En tono de broma podríamos decir que algunas fábricas terminaron más inteligentes que sus dueños… porque fueron estos los que no supieron qué hacer con tanta “inteligencia” de datos. Al final, la innovación sin estrategia clara lleva al fracaso, por muy moderna que suene en las memorias anuales.

Transporte conectado: maletas vetadas y otros chascos sobre ruedas

En el mundo del transporte, también hubo ideas IoT que se estrellaron contra la realidad. Un caso emblemático es el de las maletas inteligentes. Empresas como Bluesmart lanzaron maletas de cabina con GPS, candado Bluetooth, báscula integrada y batería para recargar el móvil. Parecía el equipaje del futuro… hasta que las aerolíneas en 2018 prohibieron llevar en bodega maletas con baterías de litio no extraíbles por riesgo de incendio. Y adivinen... Las baterías de Bluesmart no eran extraíbles. Resultado: sus usuarios se vieron obligados a dejar las maletas en tierra o a vaciarles la batería in extremis. La startup entró en pánico: ese “pequeño detalle de diseño” la puso en una situación financiera insostenible. Tras intentar pivotar sin éxito, Bluesmart cerró operaciones y vendió sus activos a un fabricante tradicional. En un comunicado reconocieron que fue “un giro inesperado de los acontecimientos” que lamentaban profundamente. Lo irónico es que la maleta en sí gustaba a los viajeros techies, pero de nada sirven tantas funciones si no te dejan subirla al avión. Aquí el fallo fue no anticipar regulaciones básicas de la industria aeronáutica; a veces innovar es también pensar en lo mundano (como poner una batería que se pueda quitar).

Otro fenómeno curioso fue el de los patinetes y bicis compartidas con GPS y conexión. Inundaron las ciudades prometiendo movilidad inteligente, pero pronto se comprobó que sin orden ni civismo, el IoT poco podía hacer: muchas bicis acabaron vandalizadas o “nadando” en ríos, y los patinetes amontonados en cada esquina. No fue un fallo tecnológico per se, sino de modelo de negocio y comportamiento humano. Aun así, nos recordó que ponerle un chip a algo (ya sea una bici o un coche) no elimina mágicamente los problemas de logística o culturales.

Incluso en el automóvil, el avance hacia coches cada vez más conectados tuvo sus tropiezos sonados. Por ejemplo, BMW intentó cobrar suscripción por funciones ya incluidas (como los asientos calefactables o Apple CarPlay) alegando que todo es “servicio conectado”. La reacción de los usuarios fue virulenta: ¿pagar mensualmente por algo que ya está en mi coche? El revuelo obligó a dar marcha atrás en algunos casos, dejando claro que no todo modelo estilo Netflix es aplicable al transporte. A veces, lo comprado, comprado está, y pretender “iotizar” cada fuente de ingresos puede ser un tiro en el pie reputacional.

Y no olvidemos los riesgos de seguridad en vehículos conectados: en 2015 hackers demostraron que podían tomar control remoto de un Jeep Cherokee vía su sistema Uconnect, controlando frenos y motor a distancia. El susto fue mayúsculo y llevó a una llamada a revisión para actualizar el software. ¿Qué salió mal? Un exceso de conectividad sin las debidas medidas de seguridad. Si bien el ejemplo no es “humorístico” para el pobre conductor afectado, ilustra cómo en transporte conectar por conectar puede ser desastroso si no se piensa en la ciberseguridad desde el diseño. Como chiste recurrente quedó la idea de que “tu coche podría ser hackeado por el vecino gamer”, pero el asunto es serio: añadir funcionalidades online en máquinas de una tonelada requiere extrema cautela.

Conclusión: Cuando lo smart se vuelve tonto (y viceversa)

Tras este recorrido, queda claro que no todo lo “inteligente” es inteligente de verdad. Hemos visto dispositivos IoT que fracasaron por no pensar en lo esencial: ¿Resuelven un problema real? ¿Aportan valor añadido claro? ¿Son seguros, fiables y sostenibles en el tiempo? Cuando la respuesta es “no”, el resultado suele ser gadgets de corta vida, usuarios frustrados y titulares jocosos en la prensa tecnológica.

¿Qué salió mal en cada caso? En resumen:

- Falta de utilidad real: Muchos inventos conectados atendían necesidades inexistentes o triviales. Si tu producto solo agrega complejidad (ej. la bandeja de huevos Wi-Fi) sin mejorar la experiencia, es probable que acabe en el olvido. Innovar no es meterle un chip a todo por moda, sino solucionar algo mejor que antes.

- Diseños poco prácticos: Juicero requería bolsitas propietarias caras, el tenedor HAPIfork pretendía que cenemos pendientes del móvil, el sujetador OMbra había que desmontarlo para lavarlo… Son obstáculos que espantan al usuario común. La tecnología debe servir al usuario, no darle más trabajo.

- Coste desproporcionado: Muchos fracasos IoT tenían precios altísimos para lo que ofrecían (Juicero 700 dólares, June Oven 1.500 dólares, Kohler Numi 5.625 dólares). Con esos costos, las expectativas son enormes, y si luego el desempeño es normalito o reemplazable por soluciones baratas, la caída es dura. La gente paga por un iPhone caro porque le ve el valor; no tanto por un salero disco-party.

- Dependencia de la nube (y sus peligros): Varios productos funcionaban bien… mientras la compañía aguantó. El día que cerró el servidor, adiós servicio. Esto crea desconfianza: ¿quién quiere invertir en aparatos que el fabricante puede “matar” remoto? Además, las caídas de conexión dejaron en evidencia la necesidad de modos offline de respaldo (especialmente en cosas críticas como candados, coches o comederos de mascotas). La falta de previsión en este sentido arruinó más de un invento.

- Cuestiones de seguridad y privacidad: Desde la nevera enviando spam hasta cámaras inteligentes hackeadas, muchos IoT subestimaron los riesgos. Un fallo de seguridad en un dispositivo conectado puede tener consecuencias cómicas (tu tostadora tuiteando sola) o serias (robos, intrusiones, accidentes). No tomar esto en serio equivale a cavar la tumba del producto cuando el escándalo estalla.

- Sobreestimación del mercado: Algunas empresas creyeron que por poner “smart” delante de un objeto cotidiano, la gente haría cola para comprarlo. La realidad es más fría. Ni todos quieren cepillos con Wi-Fi, ni hay millones de usuarios para cada gadget de nicho. Muchos fracasos ocurrieron por proyecciones de venta demasiado optimistas que chocaron con un mercado limitado o inexistente.

En definitiva, estos fracasos IoT nos dejan, entre risas, varias enseñanzas serias. La principal: la tecnología debe aportar valor real, o se volverá contra ti. El IoT tiene un enorme potencial, sí, pero también una enorme cuota de humo si no se aplica con sentido común. Conectar por conectar lleva a la “Internet de las Cosas Inútiles”, donde el smart termina haciéndonos sentir dumb (tontos) a quienes caímos en la trampa. Como señalaba un análisis, la era del IoT replantea incluso el concepto de propiedad: ¿qué pasa si tras un año la empresa decide apagarte un dispositivo que compraste? Es un escenario nuevo al que usuarios y reguladores tendremos que responder.

Por suerte, de los fracasos se aprende. Hoy los consumidores se muestran más escépticos ante cada nuevo “aparato inteligente” y exigen utilidad, seguridad y soporte a largo plazo. Y es que nadie quiere gastar dinero en un bonito pisapapeles 2.0. El humor que nos provocan estos casos oculta a veces la frustración de quienes confiaron en promesas vacías. Así que la próxima vez que veas un producto IoT extravagante, pregúntate: “¿Lo quiero porque lo necesito, o solo porque tiene Wi-Fi?”. Si es lo segundo, quizá sea mejor pasar de largo, ahorrarte unos euros y una posible decepción. (Magdalena Franconetti - Generación IoT)


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